Génesis y Apocalipsis de las autopistas en EE.UU.

Neal Cassady, amigo de los beats, e inspiración para el personaje Dean Moriarty de On the Road de Kerouac. La foto la sacó el poeta Allen Ginsberg.
Neal Cassady, amigo y musa de los beat, e inspiración para el personaje de Dean Moriarty de ‘On the Road’ de Kerouac. Esta foto la sacó el poeta Allen Ginsberg.

Un fabuloso sistema de 75.000 kilómetros de rutas fue para Jack Kerouac la posibilidad de renacer “en el camino” y encontrar el Nirvana, en tanto para Cormac McCarthy representa, 50 años después, las ruinas de un imperio.

Por Andrés Hax

[Originalmente publicado en Revista Ñ | 25/10/2008]

El gran mito de los Estados Unidos es el mito del camino. Es la idea que sea quien fueres, pase lo que pasare, en cualquier momento que se te antoje –o que haga falta, por cualquier motivo (‘Mataste a alguien? ‘Te cansaste de tu pueblo? ‘Debes dinero?)–- te puedes meter en un auto y cambiar tu existencia. Simplemente conduciendo. El país es enorme, las autopistas lo cubren como una red. Metiéndote en un auto y partiendo, no más, puedes reconstruirte, olvidar el pasado, simbólicamente suicidarte y resucitar para comenzar una nueva vida. Hay más de 75.000 kilómetros de autopistas en los Estados Unidos, casi el doble de la circunferencia ecuatorial de la Tierra. Seguramente a un antropólogo de otro planeta le asombraría el sistema de autopistas tanto o más como las pirámides de Giza o cualquier otra maravilla del mundo que quisieras nombrar. Y desde los road movies hasta el cancionero popular estadounidense del siglo XX, hay material para escribir una historia spenglereana sobre los Estados Unidos y la ruta, o la autopista, o el camino –o como quieras nombrarlo–. Pero seamos concisos.

Hay dos novelas que resumen e iluminan este espacio mitológico del gran y dolorido país del Norte. La primera es On The Road , publicada en 1957 (traducida como En el camino ), del escritor beat Jack Kerouac, que murió en 1969 a los 47 años, de cirrosis hepática. La segunda es The Road , publicada en 2006 (traducida como La Carretera, y ganadora del Premio Pulitzer) del extraordinario y medio ermitaño novelista Cormac McCarthy que este año cumplió 75 años (y que abandonó la vida alcohólica a los 40 años).

La novela de Kerouac es un canto a la libertad del camino, una continuación del espíritu de hermandad, optimismo y búsqueda espiritual de los poemas de Walt Whitman. En esta visión “América” es grandiosa, inagotable, multifacética. Una tierra de infinitas posibilidades e infinitas amistades. Las diferencias entre sus ciudadanos tan heterogéneos encuentran un punto en común en la libertad que se supone que gozan. Y están todos conectados, literalmente, por el camino. Además, On the Road es el homenaje al automóvil como una máquina mágica, casi mística, por su capacidad de súbitamente transformar la realidad personal a través del viaje improvisado. Los protagonistas Sal Paradise y Dean Moriarty frenéticamente cruzan el país de costa a costa varias veces hasta agotar el camino en el Pacífico, por un lado, y en el Atlántico por otro. Son dos peregrinos iluminados en búsqueda de un Nirvana elusivo (buscan algo que ellos llaman: eso ), que encuentran, por un ratito aunque sea, al llegar al fin del cuento y del camino en México, donde sus dólares les convierten en dos príncipes extasiados por fin entre prostitutas, marihuana y mambo.

En la novela de McCarthy –con el mismo título que la de Kerouac, menos la primera palabra– las autopistas ya son solamente una serie de mórbidas cicatrices sobre la tierra aniquilada por un cataclismo no nombrado, pero seguramente una guerra nuclear. Los protagonistas son un padre y un hijo, sombras tenues del Quijote y Sancho Panza que viajan hacia el sur empujando un carrito de supermercado que contiene todas sus pertenencias en un mundo donde la idea de un supermercado es tan remota como la legendaria ciudad de Atlántida. Si, en On the Road , Sal Paradise y Dean Moriarty se conducen como dos salvajes nobles tratando la autopista como si fuera una extensión de la naturaleza, la pareja sin nombre de McCarthy son dos pos-americanos en un mundo que es la peor pesadilla de Hobbes. La civilización está en ruinas, no hay más vegetación, no hay más pájaros, los humanos que quedan se dividen en caníbales y no caníbales. Las autopistas siguen estando, pero sin autos, sin comercio y sin todas las transacciones incesantes de la civilizacion moderna, se convierten en senderos anacrónicos. Toda la energía e industria del experimento americano, iniciado en 1776 con la Declaración de Independencia, se ha aniquilado y las autopistas quedan como ruinas mitológicas. La desazón que uno siente al terminar su lectura es la de un apostador que ha perdido todo –que tenía una vida hermosa, libre y vital–y que se ha quedado con nada . Pero a la escala de la civilización humana.

On the Road y The Road son el Génesis y el Apocalipsis del mito del camino estadounidense. Cuando se publicó, la novela de Kerouac se convirtió en una especie de manual espiritual, un texto evangélico para miles de jóvenes que, emulando a los protagonistas, se lanzaron a las rutas en búsqueda del mismo eso que buscaban Paradise y Moriarty. La novela de McCarthy es todo lo contrario: un vislumbramiento de los Ultimos Días donde se separarán los Justos de los Insalvables.

Y no es casual que la sombra que se proyecta sobre las dos novelas y sus autopistas sea la de la bomba nuclear, la gran nube apocalíptica en forma de un hongo colosal. La acción de On the Road ocurre en 1947, dos años después que el avión Enola Gay soltó una bomba bautizada Little Boy sobre Hiroshima. Hacia el fin del viaje, Sal Paradise, el alter ego de Kerouac, mira por la ventanilla del auto a los campesinos mexicanos y piensa: “Vinieron desde las montañas y los lugares más altos para estrechar sus manos con algo que pensaron que la civilización podría ofrecerles… No sabían que había venido una bomba que podría quebrar todos nuestros puentes y caminos y reducirlas a escombros, y que nosotros seríamos tan pobres como ellos un día, extendiendo nuestras manos de la misma manera”.

Primero vienen los ingenieros y después los poetas. Se necesitan mutuamente. ‘Qué sería el Brooklyn Bridge sin el poema de Hart Crane, los barcos balleneros sin Herman Melville, o nuestras grandes urbes sin Joyce, Dickens, o Balzac? El sistema de rutas interestatales se lanzó por un decreto al congreso del presidente Eisenhower en 1955. Había visto la devastación de Europa en la Segunda Guerra Mundial y vio la necesidad de crear un sistema que, entre otras cosas, sirviera como vía de escape de las ciudades en el caso de una guerra nuclear. Y se construyeron las autopistas interestatales sobre los caminos ya existentes y se convirtieron en el motor económico y social del país. Por ellas viajaron los comerciantes y los camioneros. Pero también los Kerouacs y los McCarthys. Las carreteras son para los Estados Unidos lo que las pirámides de Giza son para Egipto. Su gran obra de ingeniería civil, una manifestación de su energía vital, una expresión sintética de su visión del mundo. Y tal vez, al fin, serán también su más magnífica y asombrosa ruina. Roguemos que no.

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